Que triste sentir ese invierno en el cuerpo,
del color negro que asusta, de los largos
de los cuerpos negros, de las siluetas surrealistas
que no me agobian, que me gusta ver, a pesar del miedo.
Se sienten como perchas pesadas, colgantes
con alas avaras de ancho, y largos copetes
cinturas tan finas, generan eso que tienen los cuadros de Petorutti
los esbozos de Frida, o las sinfonías de Nietzsche.
Las manos, y siempre las manos; los pechos
son recurrentes, anacrónicos,
simples a primera vista,
de increíble complejidad sobre su análisis.Son los pies, son los dedos, o los ojos y los relojes
la ausencia de ellos, la presencia de otros,
lo prohibido, lo tirano, sus lejanías que aparentan ver
cuerpos desnudos; las dualidades percibidas sobre los peinados altos.
Me invaden esos rostros, extraños
como que quisieran decirme algo, sin decirme nada al verlos
solo convidan una parte de su significado, con nosotros; pobres humanos
de carente sabiduría, y de espíritu vago.
La belleza que no se ve, o que cuesta ver
el desprecio que siento hacia la masividad que lo ignora,
las máquinas, los anillos, la sensualidad;
crecen y ya no trato de pararlas, porque en todo ello encuentro mi propia libertad.