Estuviste eternamente agradecido de que te dejara dormir en el suelo, rodeado de cucarachas y bichos, más aún cuando decidí meterte en un cajón astillado y romper flores sobre tu pecho. Yo me sentí muy bien, ya que había hecho una gran obra, pero luego comenzaste a cerrar los ojos, a hablar y pedirme otras cosas, cosas que tal vez yo no tenía ganas de hacer.
Me suplicaste casi clamando, que te desnudara y te golpeara. Comenzaste a llorar. Intenté detenerme; pero no pude, tu no me dejaste. Busqué miel áspera y la derramé sobre tu espalda, atrapé osos enfermos para que te mordieran y desarmaran, tampoco te sació. Traje tierra fresca, que aún tenía restos de cáscaras de mandarinas dulces siendo penetradas por gordos gusanos, con algunos pétalos húmedos y semillas destrozadas caídas de los árboles que estaban plantados sobre ella, entré a la casa y esparcí el humus por entre tus heridas abiertas, y con una cuchara añeja y oxidada metí la tierra entre los estigmas, procurando evitar que saliera sangre. Vendé con amor cada parte de tu piel rajada y tortuosamente pasé mi lengua sobre ellas, perfeccionando la sicatrización.
La última mañana que te ví, estabas sucio. Intenté bañarte, pero me lo impediste rotundamente. Me tomaste fuerte con tus manos grandes y jalaste mi cabello enrulado y vizcoso, haciendo que me humillara frente a tí. Reaccioné con ira, pensando que tal vez sería la mejor respuesta. Busqué un arma y me la puse en la boca, jugué con ella, la bese y la mojé con mi saliva, tu me ayudaste; disparando el gatillo.